lunes, 6 de junio de 2016

Por la mañana

Por fin llegó la mañana.

La noche no había sido larga, claro, porque era verano. Pero había sido eterna.

Cuando estaba atardeciendo ya estaba en la playa. No... no en la playa. Hay que explicarlo mejor. Estaba en un banco junto a la arena. Miraba el mar. Tampoco. No miraba. Tenía los ojos en dirección al agua, pero... no miraba.

La tarde anterior había perdido el tren. Normalmente no tenía problemas, pero ese día había sido tal el trajín, que había llegado a la estación tarde, mucho más de lo habitual, y se dio cuenta de que ya no habría tren hasta el día siguiente. Su paupérrima economía no le permitía coger un taxi hasta casa, así que decidió que pasar la noche por allí no sería para tanto.

Conocía aquellas calles. Conocía sus gentes, conocía sus ritmos, sus olores, sus acentos,... Podía cerrar los ojos e identificar en qué esquina se encontraba. Las voces de los comerciantes, el ruido de los coches que variaba completamente con el ritmo del tráfico y la cadencia de los semáforos.

Pero el sol fue bajando, la luz fue apartándose y las calles fueron cambiando.

Se dio cuenta de que ya no conocía aquellas calles. Ni sus gentes, ni sus ritmos, ni... nada. Todo le resultaba nuevo y extraño. Al principio no lo entendía. ¡Pero si es lo mismo! Falta la luz del sol pero todo lo demás es igual.

Pero en ese momento, al cerrar los ojos, no podía identificar la esquina donde se encontraba. En cambio, notaba la oscuridad que crecía a su alrededor. Así que, como pudo, llegó a un banco junto a la playa y se sentó. Y una vez se había sentado, levantó las piernas, las abrazó y bajó los párpados. Pretendía engañarse, fingir que había luz, que seguía siendo el entorno que conocía, y que, sencillamente, elegía no mirar.

Pero no pudo hacerlo. Por más que lo intentaba, su mente se negaba a ceder a la ficción y le recordaba una y otra vez, que daba igual lo que pensara, lo que viera o lo que no, la oscuridad seguiría ahí fuera. Y que aunque una parte de esa misma mente le decía que no pasaba nada, que la ausencia de luz no alteraba el resto de la realidad, otra parte de su mente le decía que sí, que estaba viviendo en una realidad totalmente diferente, desconocida... y hostil.

Y así, con el cuerpo contraído, se quedó en el mismo sitio. Escuchando. Respirando. Esperando.

Sin que pasara nada más que el tiempo. Sin recibir ninguna otra señal que le hiciera saber qué parte de su mente tenía razón, y qué parte, sencillamente, se equivocaba. En su interior no podía decidir y al mismo tiempo no podía buscar respuestas.

Porque temía lo que pudiera descubrir.

Hasta que, por fin, llegó la mañana.



Por la mañana

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