viernes, 25 de enero de 2013

Tarde en el parque

Le encantaba ir al parque.

No a un parque cualquiera, sino a ése. Era el mejor parque del barrio. No, de la ciudad. No.
Era el mejor parque del mundo entero.

Lo supo desde que fue por primera vez. Estaba en medio del caos urbano. No en el centro, pero eso daba igual. Había calles, coches, escaleras, salidas de metro... hasta llegar a la entrada. En ese momento, era diferente. Gente particular, gente inesperada. Gente diferente.

Y vida. Mucha vida.

Algunos bailaban en grupo. Otros en pareja. Más allá podías ver un par de músicos, y más allá aún, un pase de modelos. Quinceañeras que desfilaban estiradas y decididas: paso, paso, parada, mirada, descaro y otra vez pasos. ¿El público? Nadie. Ellas. Él.

En ese parque, podías seguir caminando y a cada vuelta algo diferente. Después de dejar a los bailongos del rock, llegaban los de la salsa. Algunos completamente fuera de lugar, otros extrañamente incorporados. Al acabar la música, aplausos, sonrisas, y cambio de pareja. ¡Rápido! ¡Que la morena se escapa! La morena... ¡si todas lo son!

En el parque, no te faltaban opciones. Podías mirar al cielo y ver escapar pompas de jabón. O podías mirar abajo y ver a los críos correr detrás de ellas, explotarlas, y reir al tiempo que lloraban con la cara mojada.

Pero en medio de todo, estaba el espectáculo de títeres.
Movimientos delicadas, sutiles, hipnóticos. El conejito interpreta su baile lento, pausado, moviendo primero una pata, luego la otra. Se gira, saluda y se marcha, dejando paso a la danza de la lluvia.

Ploc, ploc.


Y sin dejar de mirar, se detiene el tiempo. Y el tiempo detenido deja pasar la tarde. Y al caer el sol y volver al bullicio, sólo queda una idea.

Volver.



























Mira...

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